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Bueno, hoy ya es otro día. Si usted quiere, podríamos hablar un poquitito sobre el ancho Stephenson. Habrá observado usted que nunca digo «ancho europeo», ni «estándar», ni «ancho UIC», y tampoco «internacional». Primero, porque no es ninguna de esas cosas, y segundo, porque lo inventó George Stephenson. Es de estricta justicia recordar su nombre siempre que tengamos ocasión.
Probablemente, usted pensará que yo no soy muy partidario del ancho Stephenson, y es bien cierto. Pero no creo que encuentre usted en todo lo que he escrito en mi vida una sola palabra contra George Stephenson. Si ve algo, lo que sea, y le parece que va contra su persona o su memoria, por favor, dígamelo ya, para que lo retire o rectifique inmediatamente.
El maravilloso ancho de las carretas del carbón era excelente para las carretas del carbón, pero demasiado grande para algunas cosas y demasiado pequeño para todas las demás. Por eso hemos sufrido el desarrollo enfermizo del camionaje. Así y todo, es probable que el ferrocarril no se hubiera desarrollado tanto si los frutos industriales del ingenio y la inventiva de Stephenson no hubieran tenido el mercado que merecían.
Piense usted que estamos hablando del ganador del concurso de Rainhill. En Octubre de 1829, su locomotora «Rocket» alcanzó las treinta millas por hora con un tren de trece toneladas. Con eso convenció a todo el mundo -literalmente, a todo el mundo- de que invertir en ferrocarriles iba a ser un buen negocio. Esta grandiosa hazaña técnica hizo posible todo lo que sucedió después.
En 1844, el Informe Subercase preveía la desaparición pura y simple del resto de los medios de transporte terrestre. Una victoria aplastante:
«esta cuestión ha llamado grandemente la atención de los economistas y de los gobiernos desde que la extensión que ha tomado este género de comunicaciones en algunos países, y el ardor con que es acogido en todos los otros, ha hecho prever que puede llegar un día en que, reducidos a nulidad todos los demás medios de conducción, ejerzan los ferrocarriles y sus compañías una especie de monopolio sobre un objeto tan importante y vital como es el transporte de todas las personas y mercaderías de un país».
En 1846, el nunca bien ponderado Parlamento del Reino Unido impuso un ancho uniforme a todos los ferrocarriles de Gran Bretaña. Que yo sepa, aquello no fue cosa de un «lobby» a sueldo de Stephenson para «colocar» el suyo. Si eso hubiera sido así, también lo habrían «normalizado» en Irlanda, ¿no le parece? De hecho, una de las tres líneas ya era de ancho Stephenson. Las otras dos eran más anchas, y estrecharlas no hubiera planteado problemas irresolubles. Mi opinión es que el «lobby» lo montaron los empresarios que habían invertido sus capitales en las compañías del Norte de Inglaterra, como The Grand Junction Railway. El objetivo de la maniobra era impedir la entrada de la vía ancha en sus «dominios», objetivo de lo más miope y cortoplacista. Como diría Luis Jar Torre, fue una victoria táctica inscrita en un desastre estratégico.
Podemos hacer todas las cábalas que usted quiera sobre lo que hubiera pasado, y lo que no, si el bendito Parlamento hubiera buscado, por ejemplo, un ancho de compromiso entre las diferentes opciones presentes en Gran Bretaña, como hizo en Irlanda. Pero no es un ejercicio especialmente productivo. Sería mucho mejor que haga usted una lista de las personas, animales y cosas que desea mover en su tren favorito: sus parientes, sus amigos, sus mascotas y su equipaje. Si hay algo especialmente voluminoso, por ejemplo, si su mascota es un elefante adulto, hemos de calcular las dimensiones de un vagón para cargas especiales, y a partir de ahí ya podemos definir el resto de los parámetros del gálibo. Siguiendo este método, el ancho de la vía será el último resultado de nuestros cálculos: es el ancho mínimo necesario para que el vagón que transporta a su bienquerido elefante doméstico circule con una estabilidad adecuada en las condiciones climáticas más exigentes que puedan darse en el espacio geográfico que pretendemos comunicar con nuestro ferrocarril. Sobre ese mínimo procede añadir un margen de seguridad. Los ingenieros suelen ser gente conservadora, y los ingenieros ferroviarios, salvo casos contadísimos, no suelen ser la excepción. Será un margen generoso.
Stephenson no hizo nada de eso. Empezó fabricando locomotoras de las medidas adecuadas para sustituir a los caballos que tiraban de las carretas del carbón. Lo hizo tan bien que los clientes que se las compraban quisieron que esas mismas máquinas tirasen de un tren compuesto por carruajes muy similares a los que circulaban por las carreteras. Ese tren los llevaría de Liverpool a Manchester y viceversa por un ferrocarril de poco más de treinta millas. Luego vino el Grand Junction Railway: con más de ochenta millas, ya eran palabras mayores. Y ya lo ve usted: el ancho de unas líneas tan cortitas en una isla que, bien mirado, tampoco es tan grande… ha determinado irrevocablemente el principal parámetro de diseño de bastante más de la mitad de los ferrocarriles que hay ahora mismo en el mundo.
Las ventajas de un ancho uniforme son obvias e indiscutibles, pero… ¿por qué tuvo que ser precisamente éste? Resumiendo mucho, fue porque el ferrocarril de la mina de Killingworth usaba vías de cuatro pies y ocho pulgadas. Al parecer, cuando las locomotoras de George Stephenson salieron a las líneas interurbanas para establecer récords mundiales de velocidad, el talentoso ingeniero observó que no se inscribían bien en las curvas. Hubiera podido hacer los ejes media pulgada más cortos, pero optó por añadir media pulgada al ancho de la vía. El resultado es una cifra bastante difícil de usar como base para el diseño de cualquier aparato de vía: cuatro pies y ocho pulgadas y media. En milímetros no es mejor: mil cuatrocientos treinta y cinco.
Esta serie de entradas podría continuar, por ejemplo, enumerando algunos de los anchos de vía más extendidos. Cuando hayamos visto unos cuantos tendremos una base para hacer una pequeña tabla. Compararemos las cifras y veremos qué dificultades teóricas plantean, y qué resultados prácticos han dado.
Muchos estudiosos hicieron en su día estas consideraciones. Uno de ellos fue nada menos que Charles Babbage. Nos dejó el recuerdo de una conversación que tuvo con Stephenson, cuando ya estaba todo atado y bien atado. Le preguntó -como el que no quiere la cosa- si, sabiendo lo que sabía en aquel momento, hubiera tendido los ferrocarriles con aquel ancho. La respuesta me ha dado mucho que pensar:
“I would take a few inches more, but a very few.”
Stephenson, ya lo ve usted, tampoco era partidario del ancho Stephenson.
Y no puedo concluir esta brevísima reseña de su gigantesca obra sin mencionar también a su hijo y primer colaborador, Robert Stephenson. Que la memoria de estos dos ingenieros egregios viva para siempre.
Otro día, si usted quiere, podemos hablar otro poquitito de los ferrocarriles de cinco pies. Empezaremos, cómo no, por Gran Bretaña, estudiando el camino de hierro de Londres a Yarmouth y su vía de 5,45 pies.
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06 – Cinco pies
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Para saber más:
http://grijalvo.com/wordpress/2018/10/la-mirada-del-mendigo-ferrocarriles-05-stephenson/
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Don Manuel, si no le importa le ponemos rostro a sir Stephenson que después de varias entradas ben se lo merece…
😉
Comentarios por Javitxu antes conocido como Fouche — 30 agosto 2018 @ 9:34 |
Muy cierto.
Tendría que haberlo puesto yo como portada,
pero resulta que no he dominado aún
la forma de hacer eso en esta plantilla de WordPress…
Comentarios por juanmanuelgrijalvo — 30 agosto 2018 @ 19:57 |
Tus deseos son órdenes. 🙂
Comentarios por Nadir — 31 agosto 2018 @ 6:44 |
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